
El Despertar de una Mirada
Hay momentos en la vida en los que una simple conversación puede abrir portales. No portales de ciencia ficción, sino umbrales internos, de conciencia, de despertar. Yo viví uno de esos momentos en una cafetería cualquiera de Madrid, donde escuché a un hombre decir: "Si el trabajo es un castigo divino, entonces habría que trabajar en lo que más te divierta." Esa frase fue como una llave que abrió una puerta que hasta entonces no sabía que existía dentro de mí.
Mi historia no comenzó con el arte. Comenzó en los túneles del Metro de Madrid, conduciendo trenes a oscuras, entre estaciones, como un reflejo exacto de mi propio viaje interno. Durante diecisiete años, conviví con la rutina mientras, en silencio, otra parte de mí empezaba a revelarse en la penumbra de un baño convertido en laboratorio fotográfico. Era una alquimia rudimentaria, sí, pero profundamente sagrada. Allí, entre luces apagadas y reveladores, comencé a encontrarme.
Aquel primer mechero con luz azul que cayó en mis manos no fue casualidad. Fue un mensaje. Como muchos otros signos que empezaron a multiplicarse a mi alrededor, eran números en matrículas, objetos que se repetían, encuentros improbables. No sabía entonces que estaba despertando a una mirada nueva, una mirada cuántica. Pero sentía que algo se estaba reescribiendo en mi interior, como si el arte ya no fuera solo expresión, sino comunicación directa con el tejido mismo del universo.
Desde ese momento, mi vida dejó de estar guiada por planes. Comenzó a estar guiada por sincronicidades.